Por despertar en mí los sentimientos necesarios para comenzar a escribir.
El primer buen texto que escribí fue una carta a mi abuela.
Recuerdo que me senté a escribirla con mucha precisión y, cuando la terminé, se la leí a mi papá. Los dos nos sorprendimos. A mí me costaba entender que esas frases tan armónicas hubieran salido de mí, de mi corazón.
Se la dejé a mi abuela en la entrada de su casa con unos chocolates y la llamé para avisarle que había visto un paquete en su portal.
No tardé mucho en recibir algunas llamadas de sus amigas, que me contaban con detalle: “Doña Emma vino a leerme la carta que le hiciste. La lleva a todos lados y no para de leerla”.
Muchos meses después, encontré la carta en la esquina del escaparate donde mi abuela guardaba las tazas de café que usaba cuando llegaban las visitas.
Ella se distrajo y yo aproveché para husmear el sobre. Me encontré con mis letras, víctimas del disparo de pequeñas gotas.
Fue en ese preciso momento que supe que nunca más dejaría de escribir.